martes, 23 de abril de 2019

Asimilación, multiculturalidad e interculturalidad.

En octubre de 2010, la canciller Angela Merkel afirmó que el intento de Alemania de crear una sociedad multicultural ha fracasado por completo y, apenas cuatro meses más tarde, en febrero de 2011, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, se manifestó en idénticos términos, comentando la idea de este sonoro fracaso.




 Aunque ahora pueda sorprendernos, cuando finalizó la II Guerra Mundial, muchos países europeos fomentaron la llegada masiva de trabajadores, con programas de reclutamiento, por la sencilla razón de que las fábricas alemanas, francesas, holandesas, británicas y escandinavas necesitaban una mano de obra que la exhausta pirámide de población europea no podía cubrir por culpa de los millones de bajas que produjo el conflicto de 1939 a 1945. Aunque Suecia fue la pionera a la hora de buscar obreros en el extranjero, fue Alemania la que implantó el sistema de Gastarbeiter (trabajadores invitados) en 1955, gracias al cual, el Gobierno de Bonn reclutó a más de 18.000.000 de personas sólo en Turquía.

Impulsar la inmigración fue relativamente sencillo; pero, en aquel momento, durante la postguerra, ningún cargo público o empresario del Viejo Continente pudo imaginar las consecuencias que tendrían aquellas políticas de inmigración a largo plazo y, mucho menos, a nadie se le pasó por la cabeza que aquellos trabajadores invitados estuvieran pensando no sólo en quedarse, sino que –como ahora parece lógico– quisieran traerse a sus familias y exigir sus derechos.

A diferencia de Europa, las oleadas de inmigrantes que cruzaron el Charco para hacer las Américas, o procedían de países europeos o de otras naciones americanas. En cualquiera de los dos casos, el sustrato cultural era muy similar (un italiano podía integrarse en Argentina tan bien como un salvadoreño en Florida). A este lado del Atlántico, en cambio, llegaron millones de personas procedentes de culturas tan distintas como distantes (africanos, musulmanes, indios, chinos, etc.) y con la crisis del petróleo de 1973, se empezó a generar la situación sobre la que ahora opinan líderes como Merkel o Sarkozy.
Con estas premisas, Europa se encontró con tres posibles modelos para gestionar la convivencia con los inmigrantes: la asimilación (la cultura dominante simplemente acaba engullendo a la más débil); la multiculturalidad (ambas coexisten, pero sin llegar a interrelacionarse) y la interculturalidad (la interrelación da como resultado un mestizaje que reúne las culturas preexistentes). ¿Con cuál nos quedamos? Ese es el problema; que no se sabe y por eso hay opiniones para todos los gustos, a favor de un modelo u otro. Si hubiera que establecer un mínimo de partida, lo más evidente es asumir que la convivencia de culturas es un hecho incuestionable que nos obliga a tratar de entendernos y que la peor opción sería elegir la mera exclusión (base del racismo y la xenofobia). Hasta que demos con una solución entre todos, me quedo con un dato de 2010: la macroencuesta que realizó Transatlantic Trends (trends.gmfus.org) reveló que en España, el 54% de los encuestados creen que los inmigrantes, en general, se integran bien en nuestra sociedad (el porcentaje se reduce a un 21% cuando se trata de inmigrantes musulmanes).

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