Aunque ahora pueda sorprendernos, cuando finalizó la II Guerra Mundial, muchos países europeos fomentaron
la llegada masiva de trabajadores, con programas de reclutamiento, por la
sencilla razón de que las fábricas alemanas, francesas, holandesas, británicas
y escandinavas necesitaban una mano de obra que la exhausta pirámide de
población europea no podía cubrir por culpa de los millones de bajas que
produjo el conflicto de 1939 a 1945. Aunque Suecia fue la pionera a la hora de
buscar obreros en el extranjero, fue Alemania la que implantó el sistema de Gastarbeiter (trabajadores invitados)
en 1955, gracias al cual, el Gobierno de Bonn reclutó a más de 18.000.000 de
personas sólo en Turquía.
Impulsar la inmigración fue relativamente sencillo; pero, en
aquel momento, durante la postguerra, ningún cargo público o empresario del
Viejo Continente pudo imaginar las consecuencias que tendrían aquellas
políticas de inmigración a largo plazo y, mucho menos, a nadie se le pasó por
la cabeza que aquellos trabajadores invitados estuvieran pensando no sólo en quedarse,
sino que –como ahora parece lógico– quisieran traerse a sus familias y exigir
sus derechos.
A diferencia de Europa, las oleadas de inmigrantes que
cruzaron el Charco para hacer las Américas, o procedían de países europeos o de
otras naciones americanas. En cualquiera de los dos casos, el sustrato cultural
era muy similar (un italiano podía integrarse en Argentina tan bien como un
salvadoreño en Florida). A este lado del Atlántico, en cambio, llegaron
millones de personas procedentes de culturas tan distintas como distantes
(africanos, musulmanes, indios, chinos, etc.) y con la crisis del petróleo de
1973, se empezó a generar la situación sobre la que ahora opinan líderes como
Merkel o Sarkozy.
Con estas premisas, Europa se encontró con tres
posibles modelos para gestionar la convivencia con los inmigrantes: la asimilación (la cultura dominante
simplemente acaba engullendo a la más débil); la multiculturalidad (ambas coexisten, pero sin llegar a
interrelacionarse) y la interculturalidad
(la interrelación da como resultado un mestizaje que reúne las culturas
preexistentes). ¿Con cuál nos quedamos? Ese es el problema; que no se sabe y
por eso hay opiniones para todos los gustos, a favor de un modelo u otro. Si
hubiera que establecer un mínimo de partida, lo más evidente es asumir que la
convivencia de culturas es un hecho incuestionable que nos obliga a tratar de
entendernos y que la peor opción sería elegir la mera exclusión (base del
racismo y la xenofobia). Hasta que demos con una solución entre todos, me quedo
con un dato de 2010: la macroencuesta que realizó Transatlantic Trends
(trends.gmfus.org) reveló que en España, el 54% de los encuestados creen que
los inmigrantes, en general, se integran bien en nuestra sociedad (el porcentaje se reduce a un 21% cuando se trata de inmigrantes musulmanes).
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